Omelia del Patriarca alla S. Messa votiva per Chiesa universale durante il Simposio Teológico del Congreso Eucarístico Internacional Ecclesia de Eucharestia di Guadalajara (8 ottobre 2004)
08-10-2004

Simposio Teológico del Congreso Eucarístico Internacional
Ecclesia de Eucharestia
Guadalajara (México)
Santa Misa votiva por la Iglesia Universal
8 de octubre de 2004*

Card. Angelo Scola
Patriarca de Venecia

1. «Como tu, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 20, 21). En estas palabras de la oración sacerdotal de Jesucristo, el Hijo de Dios que se ha hecho hombre por nosotros revela a sus discípulos el manantial inagotable de su Vida y de su misión: la vida misma de la Santísima Trinidad.
Del misterio eterno de amor (Espíritu Santo) entre el Padre y el Hijo brota, con sobreabundancia infinita, la posibilidad de que los hombres experimenten una unidad inimaginable. Nada en nosotros, en efecto, puede intuir la unidad trinitaria, perfecta identidad en la diferencia. Y sin embargo cuando dicha unidad se nos ofrece gratuita y misericordiosamente, el deseo constitutivo de nuestro corazón es colmado definitivamente.

2. La adoración que el pueblo de Dios no cesa de tributar al Santísimo Sacramento del Altar expresa de manera inequívoca el estupor del cristiano ante la infinita magnanimidad de la Trinidad.
En efecto, el manantial de amor y de unidad que es la misma Vida de Dios se nos ofrece como alimento para el camino, como bebida que sacia nuestra sed.
Jesucristo ha querido incorporarnos a Sí de manera que pudiésemos participar de su misma vida: «los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 20, 23).
Y lo ha hecho ofreciéndose El mismo como Pan vivo: «aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan» (1Cor 10, 17). El origen de la unidad de la Iglesia se encuentra en el ofrecimiento sacrificial que Jesucristo cumple en el Calvario. El misterio pascual del Hijo de Dios hecho hombre vence objetivamente en la historia la raíz de toda división: el pecado. Por ello la Eucaristía, representación sacramental ‘ reconociendo a esta palabra toda su densidad teológica ‘ del misterio pascual, es el germen de unidad en la historia de los hombres.
Una unidad que es posible experimentar concretamente en la Iglesia. En efecto, como rezaremos en la oración sobre las ofrendas, la Iglesia es la multitud de los creyentes ‘ credentium in Te multitudo ‘ que gracias a la Eucaristía se convierte nación elegida y pueblo santo ‘ genus electum, gens sancta. Es el sacramento eucarístico la fuente de la unidad: en la Eucaristía aquellos que eran multitud se convierten en un solo pueblo.
La Iglesia, de este modo, nace permanentemente de la Eucaristía, que es misterio trinitario. La Ecclesia de Eucharestia reclama la Ecclesia de Trinitate tan amada por los Padres de la Iglesia. Así lo han solemnemente enseñado los primeros números de la Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II (cfr. LG 1-4), que concluyen afirmando que «toda la Iglesia se manifiesta como “una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”» (LG 4).

3. El genio cristiano y poético de San Juan de la Cruz ha sabido contemplar en unidad el misterio trinitario y el misterio eucarístico, reconociéndolos como la vía para el cumplimento de nuestras personas.
«Aquesta eterna fonte está escondida / en este vivo pan por darnos vida, / aunque es de noche». En la Eucaristía, el Pan vivo bajado del cielo para que tengamos vida, la Trinidad sale a nuestro encuentro: he aquí el camino que cumple al hombre. La Trinidad se inclina eucarísticamente ante el deseo del hombre para saciarlo.
Ante este misterio cada uno de nosotros está llamado a adorar. «Aunque es de noche»: la advertencia del místico español nos indica con claridad que el don eucarístico no puede ser poseído por el hombre. Nos lo impiden, por una parte, las contradicciones que encontramos en nuestro corazón: nuestra fragilidad y pecado que manifiestan su poder destructor en fenómenos como la marginación social o como las tragedias del terrorismo y de la guerra. Por la otra parte nos lo impide la consideración del misterio mismo de Dios: la Trinidad no se puede poseer, nos pide adoración. Una adoración que se convierte en testimonio de su amor y de su misericordia.
«Para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 20, 21): el don eucarístico de la Vida Trinitaria brilla en la faz del pueblo cristiano y pregona ante todos los hombres las maravillas de la salvación. Amén.